Me quedo.

Me quedo, aunque sola entre recuerdos,
retorciéndome entre las malezas,
descubriéndome en los algodones.

Y aun así me quedo
con que no se vaya
de mi nariz tu olor,
ni de mis vértebras de hielo.

Me quedo con tu risa,
desde que te oí reír por vez primera,
y me seguiré quedando por siempre
mientras tu boca se abra
como las puertas de mi alma
el día que yo muera.

Me quedo con tus ojos que se cierran
cuando estiras los labios
como una cuerda que se tensa
y la felicidad se te esconde
entre los dientes.

Y aún quise quedarme
cuando no te conocía,
y cruzabas a oscuras el pasillo de mi vida
mientras yo notaba que algo
se me encendía dentro.

Aquí adentro donde las pesadillas
y los monstruos juegan
a construirse fronteras,
y a derrumbarse con soplidos
los cimientos.

Me quedo con que me avives
la sangre, como si me prendieras fuego,
con tan sólo una mirada.

Con tan sólo tu boca
que me crea un eco en los pensamientos,
una espiral de enredos
durante horas.

Me quedo con las letras de tu nombre
recorriéndome el borde de los dientes,
desfilando por mi lengua,
acariciando mi paladar.

Me quedo cuando bailas o lo intentas
y el mundo gira en torno a tu cadera,
y mi cuerpo es atraído por tu gravedad.

Me quedo con tu mano reptando por mi espalda,
me quedo con su baile en busca de su agujero;
sus huellas impregnadas en mi piel
y las caricias que ya no olvido.

Me quedo con tus brazos que me acogen,
los latidos de mi pecho;
y me quedo, me quedo con todo,
contigo;
aunque tú te vayas.

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