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Mostrando entradas de septiembre, 2016

No me pidió que me fuera.

No me pidió que me fuera, tampoco que me quedara. No me pidió anda, absolutamente nada y yo fui caducando con el tiempo como los árboles de hoja caduca y los alimentos por no haber nacido perenne. ¿Pero quién aguanta tanto tiempo sin moverse? ¿Quién es capaz de mantener el equilibrio durante una espera interminable? ¿Quién puede vivir en una cuerda floja, en ser funambulista en las alturas con el vértigo mordiéndole los talones? No me pidió que me fuera ni tampoco que me quedase. Y yo estaba y no estaba. Era extraño. Estaba en sus ojos, escalaba por sus rizos y en su boca cuando bostezaba ligeramente. Pero no en su mente, no en su piel. No estaba en su lista de bailes de ensueño, no me conocían ni sus guardaespaldas. Tampoco conocía los bosques de su vello, los escondites de su cuerpo, las esdrújulas de su sombra. Así que no me pidió que me fuera pero me habría gustado saberlo; si quería que yo estuviera o si quería que no regresara. De tanto darme la

Tu boca.

Recuerdo el día en que nos vimos, en que me vi reflejada en tus ojos y tus labios se curvaban como si alguien tirase de unos hilos finos para que yo te viera sonreír. Deseé fotografiarte desde todos los ángulos existentes y aún por descubrir; deseé fotografiarte durante toda la vida si me hubieras dejado y concedido el placer. Habría jurado que en tu boca, cada vez que ésta se curvaba como si fuese a dar otra vuelta una noria repleta de luces; cada vez que se dibujaban al lado de tus mejillas unas ligeras y bellas arrugas: habría jurado que en tu boca, que en esa sonrisa que florecía de la tierra fértil, se encontraba el número áureo. El número de oro, la divina proporción, la misma que se encuentra en todas las espirales de la vida que me retienen, la misma que encontraron en la Monalisa de Da Vinci. Es por eso que cuando tu boca se curvaba aquel día, era capaz de ver cómo se recalculaba un infinito número matemático sin que tú fueras consciente. Deseé que m

Malentendido.

He visto cómo me miras y no me miras. Tus ojos son cuencas vacías, una pecera esférica que contiene en su interior a un pez ciego y aturdido. He visto cómo me hablas y no me hablas; pensaba que tu voz se dispersaba en el espacio que separa nuestros cuerpos y tocaba fondo, pero no llega ni siquiera al portal de tus labios. Porque no me hablas, no abres la boca, ni me acercas los brazos. He visto cómo me buscas y no me buscas, si no soy yo quien lo hace primero, quien mira a ambos lados. He visto cómo me abrazas y te he sentido en mi pecho; he sentido que abrías todas las puertas secretas de un inmenso museo para que entrase el aire y lo inundase todo. Pero que yo lo haya sentido en este corazón sensible al tacto, en este cuerpo que cuenta y memoriza el número de besos que caben en el tuyo, no significa que tú quieras provocarlo. No significa que tú sientas lo mismo. Tan sólo significa que te he malentendido todo el tiempo. Deberías saber cómo mirarme sin hace