No me pidió que me fuera.

No me pidió que me fuera,
tampoco que me quedara.

No me pidió anda, absolutamente nada
y yo fui caducando con el tiempo
como los árboles de hoja caduca
y los alimentos por no haber nacido perenne.

¿Pero quién aguanta tanto tiempo sin moverse?
¿Quién es capaz de mantener el equilibrio
durante una espera interminable?

¿Quién puede vivir en una cuerda floja,
en ser funambulista en las alturas
con el vértigo mordiéndole los talones?

No me pidió que me fuera ni tampoco que
me quedase. Y yo estaba y no estaba.
Era extraño.

Estaba en sus ojos, escalaba por sus rizos
y en su boca cuando bostezaba ligeramente.

Pero no en su mente, no en su piel.
No estaba en su lista de bailes de ensueño,
no me conocían ni sus guardaespaldas.

Tampoco conocía los bosques de su vello,
los escondites de su cuerpo,
las esdrújulas de su sombra.

Así que no me pidió que me fuera
pero me habría gustado saberlo; si quería
que yo estuviera o si quería que no regresara.

De tanto darme la espalda se la habría lamido
como un perro, y si me hubiera dado los ojos
me los habría bebido hasta devolverles
las órbitas a los planetas del universo.

Así que no me pidió que me fuera,
pero tampoco que me quedase.

Y yo me fui yendo como se acaban yendo las nubes
al final del día a otro lado, quedándome siempre
al borde de la periferia. Bailando de puntillas
sobre el borde de sus labios.

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