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Mostrando entradas de diciembre, 2017

Las luces rojas.

Las luces rojas de los coches esta noche me recuerdan a ti. Sigo el trayecto oscuro de la carretera guiada por ellas como si fueras tú y me llevaras a ciegas por tu pasillo con el sentido del tacto a mil. Tus manos aportaban la tranquilidad del mundo en mis hombros; la quietud y el silencio de la naturaleza, la calma de las aves sobre el agua, el fabuloso momento lejos del tiempo de una araña tejiendo sus redes de una rama a la otra. Así sigo la carretera a oscuras guiada por esas luces, y pienso que la ceguera si fuese unida a tus manos sería un poco menos cruda. Si tus susurros en mi oreja pudiesen describirme el mundo, si tu aire pudiera hacerme imaginar cómo el viento mece el mar, la ropa en los tendales, las hojas de los árboles e incluso el pelo suelto. Si en tu tacto pudiese reencontrarme con el tacto de la seda, de la madera, del terciopelo. La ceguera quizá sería menos cruda y la necesidad de volver a verte la echaría de menos. Ahora te con

Existes.

Existes, y por eso no tengo que imaginarte y por eso agradezco que existas. Porque eres palpable y en tu tacto encuentro colinas y bosques de encinas y muchos peleteros vestidos de otoño con las hojas tan rojas como el fuego que reside en ti. A lo lejos cuando me tocas veo el mar y cuando me pintas besos lentos en la cara y en el cuello siento que las olas acarician mis pies en la orilla. No necesito imaginar tu olor porque lo recojo en mis manos haciendo con ellas un cuenco, como si tu olor fuese agua y se lo llevase a cien canarios sedientos que me miran con tus ojos. Porque así me encuentro a mí cuando me duermo con tu aroma en mis muñecas y cierro los ojos y siento que te siento, que tu cuello está a milímetros de mi boca, que tus manos están a un suspiro de encontrarse con mis manos. Así me encuentro entre las sábanas a mí, como una niña feliz en su cama-nido por tu culpa; aunque la única culpa que tienes es cubrirme el pecho de flores en pleno o

La casa 121.

Puedes verme y pensar que tan sólo soy una chica abrazando una silla, acariciando unas paredes, hablando sola entre el silencio. Yo puedo sentirme. Me reconozco por dentro y sé por qué motivo hago lo que hago; palpo, abrazo, acaricio, beso, suspiro y susurro. Porque echo de menos. Y porque cada vez que entro, el olor, el silencio, el vacío, el cambio... Me barren emociones buenas. Las arrastra, las despeina, las cambia. Pero todo vuelve al sitio. El calor, el recuerdo, las manos. Porque cada vez que entro a este casa, siento que esta casa es mi abuela.

Las palabras suficientes.

No pretendo contarte cuántas películas de amor he visto, ni cuánto me gusta el sonido de la palabra "corazón" en los labios, ni cuánto me gustan tus manos cuando sostienen cosas como juegos o libros con cuidado. No quiero escribirte algo que te aburra, pero sí quizá que después te duerma y te envuelva con susurros delicados, y que un abrazo fuerte te proteja el pecho y te acaricie las pestañas una a una. No voy a escribirte porque posiblemente ya lo sepas, que soy una romántica a la que se le van las manos, que me gusta el amor con todas sus letras y me hace sonreír lo más fugaz y mínimo que me recorre la columna. Y es por eso que imagino que en algún lado alguien desde la librería con tan sólo canciones está intentando contar algo. A alguien que escucha y sonríe, pero no se da ni cuenta, de que todas las canciones que le gustan una tras una, cogiditas de la mano, forman una frase que quizá lo resume todo. A veces, tan sólo -y no es poco-, un