Tu boca.

Recuerdo el día en que nos vimos,
en que me vi reflejada en tus ojos
y tus labios se curvaban como si alguien
tirase de unos hilos finos para que yo te viera sonreír.

Deseé fotografiarte desde todos los ángulos
existentes y aún por descubrir;
deseé fotografiarte durante toda la vida
si me hubieras dejado y concedido el placer.

Habría jurado que en tu boca,
cada vez que ésta se curvaba como si fuese
a dar otra vuelta una noria repleta de luces;
cada vez que se dibujaban al lado de tus mejillas
unas ligeras y bellas arrugas: habría jurado que en tu boca,
que en esa sonrisa que florecía de la tierra fértil,
se encontraba el número áureo.

El número de oro, la divina proporción,
la misma que se encuentra en todas las espirales
de la vida que me retienen,
la misma que encontraron en la Monalisa de Da Vinci.

Es por eso que cuando tu boca se curvaba aquel día,
era capaz de ver cómo se recalculaba un infinito
número matemático sin que tú fueras consciente.

Deseé que mi cuerpo fuera un balcón,
una simple ventana, una cárcel desde la que poder verte.

Deseé que yo fuera diminuta y me encontrase dentro de mi alma,
me imaginaba sentada en el sillón del piloto de la gran nave espacial,
dirigiendo los mandos para pestañear y sonreírte.

Deseé que todo aquello fuese verdad y pudiese poner mi cuerpo
en automático para poder sentarme en el balcón,
en la simple ventana, en la cárcel: apoyar mi cabeza en mis manos
y admirarte todo el tiempo mientras me mirabas.

A mí, a mi yo diminuto, a mí. Mientras me mirabas,
hablabas y reías.

Lo deseé con gran intensidad aquel día,
cada vez que volvías a mirarme, que me enseñabas los dientes
como si quisieras morderme y notar mi tacto.

Lo deseé con tal intensidad que todavía me dura aquel día
y lo podría estar reviviendo milenios...
Revivir el placer de admirar tu boca dando vueltas
como gira una noria en la feria de un pueblo todo el año.

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