La última vez -que nunca es la última-.

La última vez
nunca es la última si se trata de escribirte.

De describirte al observarte,
imaginarte en cualquier lado,
admirarte con los ojos y dibujarte con palabras.

Nunca se me ha dado bien llevar un pincel sobre la mano,
prefiero llevar una cámara y llenarte de fotos el cuerpo
como si besos se tratara.

Pero el erotismo de trazar las curvas de tus brazos
desde tus clavículas desnudas me conmueve, tanto o más
que fotografiarte tantas veces hasta que las fotos se muevan
calcando tu formas de moverte entre las sombras.

No habría hecho mal al rechazarte esa copa
si te hubiese pedido a cambio, que compartieses tu boca conmigo.
El alcohol habría sabido fantástico,
y mi lengua habría bailado con la tuya hasta perder el ritmo y el equilibrio.

Me oprime la impotencia de querer morderte con los ojos.
De querer encontrarte las ganas enredada en tu barba,
encontrarte las cosquillas y clavar en ellas banderas;
sentir las ganas de no querer soltarme en tu mandíbula
y las ganas de verme en cómo te brillan los ojos.

Y es que es la última vez -que nunca es la última-,
y ojalá nunca lo sea siempre y cuando tú
me des motivos.

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