Quizá es porque no quieres.

Veo que estás en línea,
en la línea que nos separa
y me siento una funambulista
a punto de saltar
que no sabe si hacerlo.

Pienso dónde estamos,
qué sucede,
y me pregunto por qué
cuando más comunicados estamos,
no hablamos nada.

Podríamos sentirnos al instante;
escuchar el sonido del estallido
de la risa en tu boca,
tus comisuras estirándose;
imaginar tus pupilas dilatándose lentamente
como flores que se abren
buscando el sol del nuevo día.

Podríamos estar sintiéndonos ahora,
acercándonos a través de mensajes,
palpándonos las ganas,
mordiéndonos los labios,
sintiendo el corazón palpitante
contra las costillas;
pero a ti las palabras no te muerden en las manos.

Pero a ti las palabras no te muerden en los dedos para hablarme,
y eso es duro aceptarlo,
pero te retratas y te muestras 
y yo lo veo sin vendas ni esparadrapos,
del tirón, de cuajo, 
y suena en mí un eco similar al sonido que hace
una tela vieja cuando se resquebraja.

Así sueno cuando me precipito a hablarte
y no recibo respuesta,
porque me oigo,
aunque este eco no haga temblar
toda la ciudad hasta hacerla polvo.

Quizá debería,
pues puede que sólo así te dieses cuenta.
Y, ¿ves?, además eso es algo que tampoco conozco,
no sé si eres de los que notan los terremotos
y sienten el suelo bombear
bajo sus pies o de los que se enteran
porque alguien se lo cuenta.

En el fondo lo sabía,
pero una siempre mantiene una ligera esperanza,
¿sabes? Es algo que nunca se termina.
Como ese granito de arena que siempre se esconde
en las esquinas de cualquier bolsillo cuando llegas de la playa.

Por más que laves ese bolsillo,
ese granito de arena indefenso nunca jamás lo abandona. 
Qué incondicional, ¿no te parece?
Pues así es la esperanza en algunas personas.

Y por eso no importa cuántas veces sienta esto,
porque siempre creeré que quizá ese día es mi día de suerte
y que vas a llegar a cubrirme de besos
y yo no voy a saber cómo disimularlo en la cara,
el no comprender lo que ocurre
y a su vez la felicidad de las ganas.

En el fondo yo lo sabía,
pero ha sido mirar hacia la ventana
y ver la fachada de aquel edificio
teñida de las luces violetas y naranjas del cielo,
y necesitar llamarte.

Llámame ridícula,
pero aún no te he olvidado del todo,
es por eso y sólo eso
que he deseado contarte
todo lo que revoloteaba por mi cabeza.

Porque me habría gustado poder llamarte y decirte
"adoro la luz que tiene la ciudad ahora mismo";
tú quizá preguntarías "¿desde dónde la estás viendo?",
a lo que yo respondería "desde la terraza".

Tú escucharías tan atento,
sin pizca de ausencia,
que se te escucharía respirar tan calmado y en paz
como cuando yo observo el mundo y el mar
y los admiro a ambos.

Entonces, te habría hablado de la magia,
de cómo se tiñen las fachadas de las edificios que por el día
son lienzos,
de cómo las nubes naranjas se bañan en los colores del cielo,
de cómo se gradúan las tonalidades
del azul claro al azul oscuro casi negro.

Porque en ese momento
el cielo era de color violeta,
a lo lejos un balcón tenía luces de colores,
verdes, rojas, quizá amarillas,
y eso, no sé si lo sabes,
me recuerda al verano y sus fiestas.

Te habría hablado también
de las ventanas que se encienden
en las diferentes casas 
en la profundidad de la noche
y que me recuerdan a vidas que abren los ojos
y siempre están ahí,
presentes, cuando todo se tambalea,
se acaba y se apaga.

Llámame ridícula por querer contarte,
pero lo ridículo es poder estar tan comunicados
y no estarlo de ninguna manera.
Quizá es porque no quieres.



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