Prefiero ser un soñador.

No hay ser humano ni extraterrestre que prefiriese mirar por la ventana para ver la naturaleza si la tenía a ella delante. Porque el mapa más bonito de todos era su cuerpo y ella, el mejor paisaje.

Descubrir continentes nuevos bajo su piel era todo lo que yo pedía en esta vida. Pero ella no quería que yo fuese su explorador. No quería que yo fuese su fiel turista.

Un turista que visita una ciudad por primera vez, se enamora de todos y cada uno de sus recovecos, incluso de sus vacíos y se autoproclama habitante al quedarse a vivir en ella, la ciudad con nombre de mujer.

Yo quería ser su habitante. Yo quería que me abriese la puerta. De su corazón y de su vida, de todo lo que ella quisiera.

Dejé de beber rubia la cerveza para no acordarme de su pelo. Dejé de tomar cítricos para no acordarme de su olor. Dejé de fumar para que el baile del humo no me recordase a sus bailes de madrugada de pie desnuda sobre mi cama mientras yo me consideraba el hombre más privilegiado del mundo. Dejé de mirar al sol para no acordarme de su luz. Dejé de buscarla en el fondo de los vasos de whisky como si ella fuese una sirena. Dejé de mirar a los ojos al resto de la gente por si veía en otra los suyos y se me caía el corazón.

Estaba seguro de que si se me caía el corazón, no me agacharía a recogerlo. Saldría corriendo. Pero no quería que ocurriese por si ella algún día volvía y otro ya era su dueño.
Dejé de realizar ciertas cosas para no acordarme de ella, pero olvidaba que el viento me trae su olor hasta en primavera. La Luna me recuerda a su sonrisa, la música a sus ganas de rock and roll, la sangre a sus labios y a su corazón. El cielo y el mar a sus ojos, aquellos por los que habría dado todo, mi vida y la siguiente por haber podido naufragar en ellos haciéndome el valiente.

Ya no volveré a leerla con las manos a oscuras y eso me parece terrible. Ya no volveré a recitarle poesía en sueños o en medio de besos con sonrisa.

Ahora volveré a ser pequeño. Porque ella me hacía grande, más héroe, más lento.
Me enseñó a no darle importancia al tiempo. Que le jodan a las prisas - me dijo un día – y gocémonos lento.

Conseguí salvar ciudades a su lado. Haber tocado el cielo con las manos y haberme retorcido en el infierno entre sus labios.

Lo habría hecho todo en esta vida si hubiese ido agarrado de su mano. La habría llevado a Marte y allí la habría amado. Porque a Marte y Amarte sólo se diferencian en un espacio. Y éste nosotros nos lo comimos la primera noche que nos devoramos.

Ojalá hubiésemos ido a Marte. Ojalá ella así me hubiese amado. Quería llevarla al planeta que hacía juego con nuestro corazón y su pintalabios.

Pero como ya he dicho, yo no era su habitante, ni su amante, ni su héroe o villano. Yo tan sólo era un soñador.

Y lo sigo siendo, cuando surco mares internos y la encuentro en otros labios con sabor a licor.
Pero es lo menos que merezco, sentirla en mi piel, sentirla en mis versos aunque ella ya no esté, aunque ella ya esté lejos.

Retomé todo lo que me recordaba a ella, porque lo único que tengo son recuerdos.


Yo sin ella no vivo, yo sin ella no puedo. 

Prefiero ser un soñador que un necio del olvido tratando de sacarse del corazón lo que un día fue cosido.

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