M.

Se enamoró de una chica con complejo de Plutón,
que era pequeñita y sólo cabía en el corazón
de algunos hombres buenos.
Pero a pesar de su baja estatura,
brillaba más que cualquier estrella porque
su cuerpo estaba lleno de luz, como el de las luciérnagas.

Ni siquiera los astrónomos sabían ponerle nombre a lo
que ocurría en el Universo cuando ella movía sus piernas.
Los científicos tampoco sabían por qué se provocaban terremotos o
maremotos cuando sonreía a las penas.

No sabían por qué cuando ella soñaba se producían supernovas,
cuando soplaba se producían tornados o cuando lloraba,
llovían meteoritos y perseidas.

Nadie lo supo nunca explicar a través de la ciencia.
Porque ella lo que tenía, lo que la hacía especial y distinta,
era la magia que habitaba en sí misma.
La magia de su mirada y su forma de ser.
La magia de sus labios que al besar curaban heridas en carne viva.
La magia de sus curvas que al moverlas, saltaban chispas.

Nadie nunca se fijó en que se llamaba M. y en que
tal vez eso lo explicase todo.
Nadie nunca se fijó porque nadie antes había hojeado
ningún libro de astronomía.

Hasta que él, lo descubrió y cayó preso de sus abismos
y agujeros negros invisibles.

Descubrió que las galaxias más brillantes se llaman M. y esto le hacía a ella

la dueña del Universo.



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