En nada, se lo dije.

Hace tiempo que no creo.
En nada, se lo dije.
Ya no sé qué creer de este mundo.

Concretamente, le diría, que desde que el frío
de mi corazón empezó a producir estalactitas
que gotean en mi alma.

Acostumbrada a los senderos de las líneas de sus manos,
ahora tan sólo me encuentro perdida
entre el barro y la lluvia.

Los bosques se han teñido de tonos otoñales,
y toda sensación de calor que quedaba silenciosa
en el ambiente se ha marchado a alguna parte
que desconozco todavía.

Si pudiera la seguiría, me agarraría por su espalda
hasta sentirme diminuta y me dejaría llevar
como si fuera una hoja recién caída de una rama
que ve futuro en el viento.

Quizá los pájaros al emigrar se la llevaron en sus alas,
a modo de equipaje. O se marchitara entre los transeúntes
con sus paraguas y chubasqueros.

El gris de la ciudad me invade en cuerpo y alma,
me empaña las retinas y apenas hay tres o cuatro
o cinco caras amarillas en las que iluminarse.

Suena música extraña que impide que baile,
ya no hay sitios para faldas de volantes
y tampoco queda espacio para abrazos.

Es la incapacidad de amar la que brota de mis poros
cuando llueve, me envuelve el cuerpo entero
y me hace sentir enmohecida. Como una piedra a la que
abandona el mar en la orilla y se muere de frío
por no volver a sentir las caricias de las olas.

Tenía que ser, llegar algún día. No crea que es usted,
que dejó en mí un cráter tan inmenso,
que fue hundiendo su huella hasta ver mi piel partida
como un terreno árido que cede tras sacudirse.

Pero sí es cierto que no creo en nada y se lo dije.
Que no creería en nada si se iba.

Y aun así no le importó marcharse y llevarse todo el azul
que me teñía.

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