Él no lo sabe.

Él no lo sabe porque es el dueño de su boca,
y no la conoce tanto como quien la admira
de frente con las pupilas dilatadas.

Él no lo sabe y por eso desconoce
el magnetismo que provoca por las venas
la danza de sus labios al hablar.

No lo sabe porque no es quien camina
en línea recta con las manos
y descarrila por la forma en que se mueve
cuando anda.

No conoce tanto su piel como quien imagina su textura
y se pregunta a dónde llevan
las huellas dactilares de sus manos.

Y es posible que con esas manos atase lazos
invisibles en mi cintura,
que sólo él -sin saber cómo- sería capaz de deshacer
para -sin quitarme la ropa- dejarme desnuda.

Él no lo sabe y por eso desconoce
las cosquillas que provoca en el mundo cuando ríe
-como si de cien mil aleteos de mariposas se tratase,
causantes de terremotos en la otra punta-.

Él no lo sabe,
pero si se viese reflejado en un espejo
sonriendo tal y cómo sonríe a la vida,
incluso él mismo se haría perder el equilibrio
y hasta el corazón se le pararía.

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