Lo que yo nunca tuve.

Lo que yo nunca tuve fue una espalda de desierto
con arena de playa tropical.
Siempre tuve acantilados con vistas a ningún lugar
y volcanes que conducen a tendencias suicidas.

Un mapa geográfico condenado a estar marcado
de punta a punta por puntos calientes, un mapa que
ni Cristóbal Colón se habría atrevido a cruzar
aunque la búsqueda de especias se hubiera tratado de vida o muerte.

Un desierto que ni los dromedarios ni camellos se atreverían a pisar.
Ni los cáctus a crecer. Ni los extraterrestres a aterrizar con sus naves.
Ni nada. Ni nadie. Ni mucho menos tú.

Supuse que las vistas desde cualquier maravilla del mundo,
no podían igualarse ni de lejos a las de su escote, y que no había mar
más azul ni más placentero en el que bañarse que no fuera el de sus ojos.

Si la tenías cerca, te costaba ser tú mismo y comportarte
porque te producía taquicardia su mirada de felina
y su manera de enmudecerse los labios antes de hablar.

Cuando estabas a su lado, te olvidabas de respirar
porque su respiración tripulaba la funcionalidad de tus pulmones.

No querías pestañear por si en un sólo pestañeo desaparecía
sin marcarte el camino con migas de pan.

Se incendiaba tu rabia al pensar que pudo haber sido musa
de los grandes pintores y poetas, incluso aunque ella dijera que
en aquella época ella no había nacido.

Tenías tus dudas y sembraba tu pánico. Es normal. Era una diosa del Olimpo.

La podías descubrir en sueños hojeando enciclopedias,
mordiéndote la lengua y bailando desnuda siendo retratada por Velázquez y Dalí.

Observabas leyendo a García Lorca y a Lope de Vega,
cómo se referían a ella y le llenaban el cuerpo de besos con poemas.

Asumí que te morías de celos porque la querías hasta morir,
y que de todo lo más importante que yo nunca tuve, resaltaba tu amor.

Sólo conseguí tener lo que yo siempre te quise,
y me supo a tan poco tu veneno que al ingerirlo
en grandes cantidades,
me intoxiqué.

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